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Foto del escritorNayma Luna

QUEMA DE BRUJAS

Las pequeñas piernas del niño apenas podían subir por la ladera de la montaña tan rápido como el deseaba. Miró a Terry, corriendo por delante de él, parándose y girándose de nuevo, incitándole a ir más rápido. Él no comprendía. Pensaba que era un juego. No sabía que si no llegaban a tiempo sus vidas cambiarían para siempre. Giró su peluda cabeza y alzó las orejas justo cuando los gritos de la muchedumbre se alzaban sobre ellos, en lo alto de la montaña. No quedaba tiempo.


El pequeño había estado escondido con el perro tal y como su madre le había pedido. A ella se la habían llevado a la fuerza. No obstante sabía dónde encontrarla.

Estaban equivocados. Todo el pueblo se equivocaba, creyendo que su madre, la mujer más buena y cariñosa del mundo era una bruja.

Ella no tenía poder alguno en su interior. Tan sólo sabía cómo calmar el dolor de otros con unas plantas específicas y algún que otro ungüento, nada más.


Siguió corriendo, el aliento escapándosele a cada paso, sabiendo que por mucho que corriese no llegaría a tiempo de salvarla. Terry iba muy por delante de él con la incertidumbre de que algo malo estaba pasando erizándole el pelo de la espalda, cuando los gritos de la gente cesaron, dejando paso a un sólo gemido agónico que cada vez subía más de tono y fuerza.

La sangre del niño se heló en su pequeño cuerpo, y sus pasos se hicieron más rápidos, tropezando y cayendo cada poco, arañándose las rodillas con la tierra suelta y las pequeñas plantas llenas de pinchos.

Cuando llegó arriba del todo se quedó inmóvil, encontrándose con los ojos de su madre, atada a una pila y las llamas devorando todo a su alrededor.


La mujer en lo alto de la pequeña plataforma de madera miraba a su hijo, parado tras el gentío, intentando no gritar. Pero el dolor era tan terrible que le resultaba imposible no hacerlo. Al menos él estaba a salvo. Nadie sabía lo que el niño podía hacer, y moriría sin decirlo. Nunca, viva o en forma de espíritu, dejaría que le hiciesen a su hijo lo que le estaban haciendo a ella. Jamás.

Sus gritos se vieron interrumpidos por una fuerte tos que no la dejaba respirar.

Lo prefirió. El olor a carne quemada, su carne quemada, era insoportable. Las lágrimas no la dejaban ver a su hijo. Ya no podía ver nada, y poco a poco, el sueño eterno la reclamó.


El niño cayó al suelo de rodillas, y el pequeño Terry fue junto a él lamiéndole la cara y poniéndose bajo su brazo, sirviéndole de apoyo.

El pequeño, tras un momento de esfuerzo intentando que el aire regresara a sus

pulmones consiguió levantarse del suelo, con la sangre de los grandes arañazos de sus piernas dejando un rastro a sus pies.

Su mirada era gélida. Su rostro, extrañamente inexpresivo. Cuando la gente se dio la vuelta para irse, tras el espectáculo de arrebatarle la vida a una mujer que jamás hizo daño a nadie, sus pies quedaron clavados en sus sitios al descubrir que el hijo de la bruja, como ellos la habían llamado, estaba observándolos con unos ojos tan llenos de ira que era imposible en un niño de su edad.


Éste, lentamente alzó sus pequeños brazos hacia la multitud reunida, susurró algo en un idioma ancestral que jamás le habían enseñado y tras un instante de silencio absoluto, un trueno sordo seguido de un descomunal golpe de viento apareció de la nada, barriendo a la gente y apagando las llamas que devoraban el cuerpo sin vida de su madre.

Las palabras en la boca del niño se hicieron más fuertes, más rápidas, y la gente empezó a convulsionarse dándose manotazos fuertemente, apagando un fuego invisible que se alimentaba de ellos, consumiendo su carne y devorando su alma.


No sería rápido, como no lo fue la muerte de su madre. No sería limpio. El fuego invisible dejaba a la vista carne y músculos mientras llamas transparentes lamían con insistencia sus cuerpos, ante los gritos enloquecidos de los moribundos.


Todo había acabado. El niño, con los ojos clavados en lo que había sido su madre, lanzó un silencioso beso al viento, se dio la vuelta, y con un asustado Terry pegado a sus talones inició la vuelta a una casa vacía en la que nadie le esperaba ya.

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