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Foto del escritorNayma Luna

Persiguiendo ecos

  Sintió el susurro del viento, y nuevamente repitió las palabras. Esas que eran arrastradas hasta sus oídos y cuyo significado aún no conocía siquiera. Esas, que la noche trataba de enmudecer entre extraños y vívidos sueños, imaginando, quizás, que nada bueno traerían a aquel que descubriera el misterio de su sonido, el secreto de su creación.

Pero esa voz... Tan parecido a un eco profundo, oscuro, como las entrañas del mismo infierno, se clavaron de nuevo en su alma, despertándolo incluso de su sueño más plácido y feliz, dándose cuenta al abrir los ojos, de que aún durmiendo, pronunciaba esas palabras tan venenosas que lo habían contaminado todo convirtiéndolo en pesadilla.

Se levantó. Fue al cuarto de baño y abrió el grifo dejando correr el agua como si fuese a llevarse sus delirios con ella. Se miró al espejo sin lograr enfocar la vista del todo, debido al sudor y las lágrimas que empañaban sus ojos provocándole ese desagradable escozor que tan bien conocía, y con un acto reflejo que llevaba repitiendo toda su vida, se llevó las manos a ambos lados del cuello, tras las orejas, donde tres largas cicatrices en cada lado paralelas entre sí, como los zarpazos de un gran felino, parecían intentar esconderse bajo su larga melena del color del trigo.

Finalmente se lavó la cara varias veces antes de volver a su habitación y vestirse sin prisa. Cogió las llaves y cerró la puerta del pequeño piso tras él, sin preocuparse del ruido del portazo, aún siendo como era de madrugada.

  Cuando salió del edificio, el frío nocturno le golpeó como un gélido bofetón haciéndole estremecer de pies a cabeza con un fuerte escalofrío.

Con las manos en los bolsillos echó a andar sin rumbo por el laberinto de callejones y pequeñas plazas que conformaban esa parte de la ciudad.

Seguía escuchando las palabras como en un hipnótico sueño que lo alejaba cada vez más de la cordura, encaminándolo a un abismo cuya cierta imposibilidad de escapar lo hacía parecer incluso hermoso.

Sacudió la cabeza e intentó pensar en otra cosa. Cualquier cosa. Incluso en esas odiosas canciones tan pegadizas que te arrancarías los oídos con tal de no volver a escuchar más... Pero de nada sirvió.

El olor a agua lo sacó de su ensimismamiento y miró a su alrededor. Sin darse cuenta había llegado al río, que se agitaba bajo las ráfagas de viento que parecían intentar acariciar la superficie creando olas y pequeños remolinos entre las rocas que la rebasaban.

  Rememoró su primer recuerdo. Primero las palabras;

        -No te me vallas, ¡No te me vallas, pequeño! ¡¡Respira, por favor!! -Ásperas a causa del esfuerzo y el terror a perderlo. Después, al abrir los ojos, esa aliviada y gran sonrisa que parecía no querer abandonar la cara perlada de sudor de la técnica sanitaria que acababa de salvarle la vida y el sonido de su risa ahogado en lágrimas de alegría.

Tenía sólo siete años cuando lo habían sacado de mitad del río, y no recordaba nada antes de eso.

Los médicos le dijeron que no sabían qué lo había causado, si la falta de oxígeno en el cerebro por demasiado tiempo, o el golpe que tenía en la parte posterior de la cabeza por culpa de la caída, o por las rocas que evitaron que el agua lo arrastrase río abajo, y que tenía suerte de seguir con vida sin más daños que ese. A pesar de que por culpa de “esos pocos daños” nunca encontraron a sus padres.

Aún se descubría de vez en cuando observando los rasgos de la gente con la que se cruzaba, preguntándose si se parecía a alguno de ellos. Si alguno de ellos, podría ser su padre, su madre, su hermana... Pero de algún modo, sabía que no. Que él era distinto a todos ellos. Que tenía algo diferente. Algo que lo hacía parecer como un pozo, oscuro. Profundo. Y su casi total incapacidad para socializar no le hicieron la vida más fácil.

No es que no supiese o no pudiese hacerlo. Es que no quería. Nunca llegó a conectar con nadie. Con nadie, excepto con la mujer que le había salvado la vida. La de la voz áspera y la sonrisa aliviada.

Días después del accidente, cuando fue a visitarlo una vez recuperado del todo, descubrió que en realidad su voz era suave y cálida, cuando no estaba presionando las manos sobre el cuerpo de un niño moribundo que había dejado de respirar.

Y su sonrisa parecía iluminar todo a su alrededor, haciendo chispear sus ojos color ceniza. Tan grandes... tan hermosos.

  Recordó cuando le entregó una flor silvestre, una margarita, y le dijo que cuando pasase cerca del río debía besar sus pétalos y lanzarla al agua, como agradecimiento por no habérselo llevado con él. E igual que lo hizo entonces, en ese momento buscó una flor a sus pies y tras arrancarla la besó y la tiró al agua dándole las gracias.

Y sólo entonces se dio cuenta de que las palabras de su mente habían cesado al fin. Al fin, habían guardado silencio.

  Se apoyó en el frío y oxidado metal de la valla que lo separaba del río y lo observo, en ese tan agradecido silencio que la noche le proporcionaba.

Se sorprendió, cuando unos pasos sobre el camino de tierra lo rompió tras él.

Cuando se giró descubrió a un hombre joven, tal vez de uno o dos años más que él, mirándolo con intensidad y algo parecido a la sorpresa o... la esperanza.

Se apoyó en la valla y dirigió la mirada al río, con una extraña sonrisa asomando a sus labios. Una sonrisa que, a pesar de no haber visto a su improvisado acompañante en toda su vida, se le antojó curiosamente familiar.

        -¿Te conozco? -Le preguntó al fin.

El recién llegado pareció no haberlo escuchado.

Al cabo de unos instantes, aún sin apartar la vista del río repuso con voz lejana, con la entonación que sólo los recuerdos más tristes son capaces de dar;

        -Fue una mujer, que paseaba al perro antes de ir a trabajar.

Demasiado temprano para el mundo. Demasiado temprano para nosotros...

Me intentaron alejar, ¿Sabes? Pero yo me negué a irme. Me mantuve escondido, oculto tras las rocas altas de la orilla, escuchando. Intentando averiguar adonde te llevarían, o qué harían contigo si descubrían que...

Así es cómo supe quién te descubrió antes de darme tiempo a volver con ayuda. Quién llamó a quienes te sacaron del río y te dieron una nueva vida, alejándote de los tuyos. Alejándote de tu hogar. Hasta ahora.

        -¿Qué estás...? ¿Quién eres?

Por un momento sus miradas se cruzaron. Una confusa, la otra nostálgica.

        -¿No ves en mis rasgos los tuyos? Los ojos, los pómulos, la boca... ¿No eres capaz de recordarme, ni siquiera teniéndome delante de ti?

El silencio llenó de nuevo por unos pocos instantes, la burbuja que parecía envolver a los dos jóvenes.

La respuesta, llegó casi en forma de súplica, como instándole, rogándole que se acordara de él.

        -Soy tu hermano, Helí. Soy yo, soy Lail.

Continuó hablando, viendo cómo la confusión en el rostro de su hermano iba dejando paso a la sorpresa.

        -Te he estado buscando. Llamándote con las palabras de nuestros antepasados. Esperando una respuesta que nunca llegó. Por eso vine aquí. Pensé que tal vez, a lo largo de los años habías olvidado nuestro lenguaje, el idioma de nuestra gente, y ya no sabías cómo responder.

        -¡Las palabras! ¿Eras tú? ¿Eras tú quien llenaba mi cabeza de esos sonidos, esos ecos oscuros y venenosos que me han llevado casi a la locura?

        -¿Venenosos?, hermano, no por que algo sea oscuro ha de ser malvado.

Es nuestro idioma. El legado de nuestros antepasados. Se habla desde el principio del ser consciente.

Helí sacudió la cabeza confuso.

        -Pero ¿De qué estás hablando?

El otro le devolvió la mirada, pero no dijo nada.

Él suspiró con fuerza. Exasperado

        -Mira... Lail. Lail ¿no? -su hermano asintió aún en silencio. -A los siete años me caí al río y casi me ahogo. Por culpa de eso perdí la memoria y no recuerdo nada de mi vida anterior. No recuerdo a mis

padres o al resto de mi familia si es que la tengo. No recuerdo mi antiguo hogar. Simplemente no sé quien soy.

Ahora me llaman Josh, pero a parte de eso soy un ser sin identidad. Sólo un huérfano más, sin recuerdos. Sin pasado. Así que si sabes quién soy y qué me ocurrió, me encantaría que me lo contases, pero déjate de enigmas y sé claro, ¿vale? Porque mi cordura ya está llegando a su límite, y mi cerebro no está para más sinsentidos.

  Pasaron unos segundos mirándose en silencio. Finalmente, Lail asintió fijando la vista de nuevo en un punto del río que parecía llevarlo de vuelta a su pasado.

Señaló un conjunto de rocas, unos metros por delante de una pequeña cascada en la que no dejaban de rodar troncos, sumergiéndose y saltando de nuevo a la superficie como si intentasen coger aire para volver a caer de nuevo en el continuo e interminable juego del agua.

        -Ocurrió allí, en esas rocas.

Nuestros padres nos dijeron miles de veces que no fuésemos ahí a jugar, que era peligroso. Pero nunca les hacíamos caso. Sólo queríamos divertirnos. Además, a esas horas nunca había nadie cerca del río que pudiese vernos. ¿Ves esos troncos, allí donde la cascada? -Helí Asintió mirando donde su hermano señalaba. -Bien, pues uno de esos troncos logró escapar de la trampa de la cascada , saltó sobre una de esas rocas y nos golpeó. Primero te dio a ti en la cabeza, en la nuca. Luego, tras chocar contigo cambió de dirección y me dio en el hombro.

Quedaste atrapado en esas rocas y yo intenté sacarte de allí, pero tras el golpe en el hombro apenas podía nadar si quiera, y mucho menos llevarte arrastras. Así que como pude, fui en busca de ayuda. Pero para cuando llegamos ya te habían sacado y la mujer presionaba sobre tu pecho intentando devolverte a la vida en la forma en que los humanos lo hacen.

        -¿Humanos? Pero, ¿qué...? -Lail alzó una mano admonitoria pidiendo silencio para poder continuar.

        -Al parecer, al pasar tanto tiempo sobre la superficie del agua, sobre las rocas, tu cuerpo te mantuvo con vida cerrando tus branquias, permitiendo a tus pulmones hacer su trabajo respirando aire en lugar de agua, y de algún modo, según descubrí más tarde, cuando nuestros órganos internos hacen el cambio a la forma humana, también cambia levemente nuestro exterior, endureciendo nuestros huesos para soportar la gravedad, y haciendo que las membranas que palmean nuestros dedos en manos y pies se sequen y se desprendan, al igual que la punta de las orejas. Aún se nota dónde las tenías. Justo aquí. -Dijo rozando la redondez, allí donde antes había acabado en punta.

Helí apartó la mano de Lail con un manotazo.

Él lo miró sin ofensa ni enfado, y sonrió magnánimo.

        -No te preocupes, tras un tiempo te volverán a salir.

  Helí miró a su hermano, al tiempo que levantaba las manos a ambos lados del cuello, donde las cicatrices parecían escocerle de repente al recuperar un recuerdo de una vida pasada, en el que se veía a si mismo sumergido bajo el agua, en la oscura profundidad del río, jugando a perseguir peces y azuzándolos para que fuesen hacia su hermano.

Riendo como el niño que era en aquel entonces.

        -Lail, ¿Qué soy?... ¿Qué somos?

Lail miró a su hermano tantos años perdido, deleitándose un momento en su rostro, tan parecido al suyo, y una extraña risa juvenil brotó de su garganta.

        -Somos náyades, hermanito. Criaturas que viven en las profundidades del río, cuidándolo y protegiéndolo como él hace con nosotros. ocultos a ojos humanos... Bueno, casi siempre. Y ya es hora de volver.

En un ágil movimiento saltó la valla que lo separaba de su hogar, y tras quitarse las botas y tirarlas entre unos árboles junto al río, que casi parecía inquietarse ante la tardanza de sus protegidos en regresar a él, comenzó a sumergirse sin apartar los ojos suplicantes de su hermano, aún sin saber si él le seguiría, tras tantos años creando una nueva vida en la superficie.

  Helí no se lo preguntaba, sin embargo. Sabía lo que deseaba, antes incluso de salir de su casa esa noche sin luna, cuyas estrellas parecían titilar con más fuerza desde que al fin, se había reencontrado con su familia.

Saltó la valla y se quitó con los mismos pies las zapatillas, sabiendo que tan sólo una cosa echaría de menos de su vida terrestre. La mujer que lo salvó. Pero sin dudas ni miedos, consciente de que siempre conservaría los recuerdos de ella y sus preciosos ojos color ceniza, estiró la mano hacia su hermano y entró en el agua.

Lail sonrió con ese brillo infantil, que sólo aparece cuando el deseo más ferviente de un niño se ve cumplido, y alargó la mano para coger la de Helí, mientras el agua comenzaba a sumergirlos con suaves caricias de bienvenida y de promesas futuras. De alivio, y de esperanza. Y con el amor de una madre, las aguas del río los acogió en su seno y los guió de nuevo a casa.

Y ya debajo del agua, nadando río abajo y hacia la oscuridad de las profundidades, ese extraño y profundo eco que llevaba escuchando toda su vida, y que ahora se le antojaba dulce y hermoso, suave y cálido, volvió a resonar en su mente con la voz de su hermano, quien lo miraba sonriendo, hablándole sin mover los labios ni la boca. Sólo sonriendo feliz.

        «Recuerda que eres una náyade, hermano, y el resto de recuerdos llegarán a ti. Ya lo verás. Porque Helí... Tú no caíste al río. Caíste a tierra. Y es el momento de regresar a casa.»

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