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FALSAS PROMESAS

Cuando la puerta se cerró tras ella, con el terrible sonido de la despedida atravesando su corazón como aguijones llenos de veneno, echó a andar con el único consuelo de saber que pronto, muy pronto, el olvido se tragaría sus lágrimas y sus moratones, y toda la sangre que perdió por el camino... y ese nuevo comienzo del que todo el mundo hablaba, esa... Segunda oportunidad, terminaría tan sólo unas pocas horas antes de su inicio. Aunque no para ella, y aunque aún no lo sabía. La única parte que no había imaginado podría llegar a ocurrir de manera tan perfecta. Ya estaba llegando. Podía ver el pequeño bosque en el que siempre la encontraba después de una de sus riñas, tras los edificios del otro lado de la plaza. Lo había visto en su cabeza un millar de veces. Esa fantasía, ese deseo que repasaba cada noche, antes de dormir esas pocas horas que el dolor de su cuerpo, y el pesar de su mente y alma le permitían. Lo había planeado durante tanto tiempo... Y aunque eso ahora le parecía la cosa más absurda del mundo, se decidió a llevarlo a cabo. Siguió caminando, con el viento azotando su rostro como si intentará persuadirla de lo que tenía pensado hacer, salvo que ya no quedaba nada que pudiera persuadirla. Porque ya no le quedaba nada que estuviera dispuesta a perder. Ni por falsas promesas, ni por nada del mundo. Sabía que no tardaría en ir a buscarla. En encontrarla y obligarla, como tantas otras veces, a volver a casa y dejar de hacer el imbécil, como él siempre le decía. Dejar de comportarse como una cría, de sacar las cosas de quicio y de hacer el ridículo. Dejar de actuar como una loca, o una histérica... Y tenía razón, porque intentar escapar de alguien que intenta matarte entre los continuos y abundantes "te quiero mucho" y "lo siento tanto..." es una estupidez y una locura. Porque no hay que intentarlo. Nunca hay que intentarlo. HAY QUE HACERLO. Nada de intentos, nada de "la próxima vez que lo haga". No. Eso ya se terminó. Y tal y como esperaba, apareció. Esta vez ni siquiera parecía arrepentido, los tiempos en los que se molestaba en fingirlo hacía tiempo habían pasado. Ya no importaba si lo perdonaría, ya que ni siquiera le pedía perdón. Tan sólo quería arrastrarla de nuevo a casa antes de que nadie pudiera ver su verdadero "yo" , ese ser cruel y despiadado al que no le importaba desperdigar carne y sangre de su esposa por toda la pared de la cocina, cuando no le gustaba la comida que ella le había preparado. O cuando otro hombre la miraba más de un simple instante, por mucho que ella mantuviera la vista clavada en sus pies y el rostro serio, casi inexpresivo, angustiada pensando en el castigo que sufriría al llegar a casa por culpa de una inocente mirada dirigida a ella. Pero ya se había terminado. Cuando se acercó y la asió con violencia del brazo, no sin antes asegurarse de que nadie más veía la brusquedad de sus actos hacia su amada y perfecta esposa, ésta se retorció con fiereza para escapar de su fuerte agarre y corrió unos metros más allá, acercándose a un árbol y cogiendo algo oculto tras él. Cuando el hombre se acercó más, respirando con fuerza debido a la ira retenida en sus pulmones por cómo ella había escapado de él, y de su consiguiente castigo por haberlo hecho, vio lo que la mujer ocultaba. Una soga y un cuchillo. La tosca soga, consistía en una cuerda hábilmente anudada atada al extremo de una rama, la cual se mantenía doblada por la presión de otra cuerda anclada a las raíces sobresalientes de su árbol vecino. Mientras el cuchillo permanencia clavado en el suelo, a pocos centímetros del anclaje de la rama. El hombre, tras un momento de incredulidad, se dobló en una súbita carcajada que le tornó el rostro rojo y el semblante casi humano. La señaló entre toses y risas; -¿Ese es tu plan? ¿Ahorcarte? Al final te has vuelto loca del todo, ¿verdad? Ella lo miró, nerviosa y aterrada ante lo que sabía que iba a pasar, pero aún así decidida a hacerlo, mientras él se le iba acercando lentamente con pasos despreocupados. La risa, aún arañando su garganta. -No eres capaz. Te conozco. Si se tratase sólo de tu vida me lo creería, pero no es así, ¿Verdad? No se trata sólo de tu vida. No se trata sólo de ti. Sus pasos seguían avanzando hacia ella, cada vez más amenazantes. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de su esposa, tanto como para arrebatarle la soga de las manos, y tanto como para partirle la mandíbula de un solo puñetazo, otra vez, ésta no le dio tiempo a intentarlo siquiera. Al tiempo que el hombre levantaba el brazo con los dedos cerrados en un temible puño, ella alzó la rodilla directa a la entrepierna de su marido, quien sin poder evitar el golpe se dobló sobre sí mismo agarrándose los genitales con ambas manos, mientras intentaba recuperar algo del aire que había escupido por culpa del dolor y no conseguía recuperar de nuevo. Ella no perdió el tiempo. Estiró la soga con las manos para abrirla y la metió por la enorme cabeza del hombre, quien sin poder enderezarse todavía la asió del extremo de la camisa para que no pudiera llegar al cuchillo clavado en el barro. La mujer resbaló y cayó al suelo con un fuerte golpe. Pero al mirar atrás y ver que su marido iba hacia ella con los dedos encrespados por el odio directos a su cuello, estiró la pierna en una fuerte y desesperada patada que dio en el tobillo del hombre haciéndole perder el equilibrio y caer. Salvo que no cayó. Quedó colgando por el cuello, mientras agarraba la soga con las manos e intentaba ponerse de nuevo en pie antes de asfixiarse. Pero la mujer se había estado arrastrando por el suelo tan rápido como el temblor de sus miembros le permitían, y ya había llegado hasta el cuchillo que pondría fin a todo. Lo agarró con fuerza por la empuñadura y lo sacó de la tierra cortando de un único tajo la cuerda de anclaje. La rama se enderezó con la velocidad de un rayo haciendo volar sus hojas, y dejando el suelo fuera del alcance de los pies del hombre, quien se agarraba a la soga que rodeaba su cuello con torpeza y desesperación, mientras sus pulmones se enardecían suplicando un ápice de aire que evitase su inminente muerte. La mujer se levantó del suelo, observando los movimientos de su esposo mientras se le escapaba la vida. Se llevó las manos al vientre, donde una nueva vida estaba a punto de llegar a este mundo, y recordó con las lágrimas pujando por salir de sus ojos a su otro bebé. Ese que nunca llegó a nacer por qué una noche, cuando su marido se había quedado dormido en el sofá viendo la televisión, a ella se le ocurrió la impensable idea de apagarla para que pudiese dormir mejor. Esa paliza había acabado con su hijo no nato. Y la oportunidad de crear una familia había muerto con él. Tras eso, él le hizo la promesa de no volver a hacerle daño nunca más, de cambiar y ser el marido que ella merecía, de aprender de sus errores y convertirse en una persona mejor que la amaría y la cuidaría cada día de su vida hasta el final de la misma, algo que ella creyó por la simple razón de que deseaba que así fuese. Esa promesa duro tres meses. Por eso ésta era su segunda oportunidad. Una que iba a llevar a cabo ella sola. Un nuevo comienzo sola con su hijo, donde el olvido se tragaría sus lágrimas y sus moratones, y toda la sangre que perdió por el camino... Cuando él hombre dejó de moverse, de dar involuntarias patadas al aire intentando estúpidamente escapar de la muerte, ella se dio la vuelta para volver a casa. Y fue justo en ese momento, cuando su coartada por la muerte de su marido, la que acabaría siendo un suicidio por arrepentimiento, llamó a sus puertas. La primera contracción. Pocas horas después, cuando sujetaba a su hijo en brazos por primera vez, la policía le informó de que su marido no había acudido al parto porque se había ahorcado en el bosque situado frente a su casa, tras los edificios del otro lado de la plaza. Donde siete años antes le había prometido una vida perfecta si se casaba con él. Donde tres años antes le había pedido perdón entre terribles sollozos, por la paliza que acabo por provocarle el aborto de su primer hijo. Y donde unas pocas horas antes, había sido obligado a entregar su vida a cambio de una mejor para ella y para su nuevo bebé. Al fin, ese bosque había visto cumplir una única promesa. La que ella había proferido en silencio esa misma mañana mientras preparaba el agarre de la rama que había llevado a su marido a la muerte. La promesa de que sus puños, no volverían a tocarla nunca más.

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